No siempre hay una señal clara de que estás por tocar fondo. A veces solo crees que estás yendo a una fiesta.

A veces lo más importante que te pasa en la vida no se ve como un momento épico. Ni siquiera se siente importante mientras sucede. Se camufla entre lo cotidiano: una celebración, una pastilla más, una decisión tomada con la mejor intención… y ahí es cuando ocurre.
Para mí fue eso: una noche cualquiera. El cumpleaños de alguien que quería, una medicina mal indicada, una copa que no debía haber tomado, y un cuerpo ya demasiado desgastado para seguir soportando. Me desmayé al salir del lugar. Perdí el control. Y por primera vez en mucho tiempo, me vi obligado a parar.
Pero esto no va de mí. Va de lo fácil que es llegar ahí sin darse cuenta. Va de las veces que posponemos señales. De cómo normalizamos estar mal, solo porque podemos funcionar con lo justo.
No es que uno quiera ignorarse. Es que muchas veces solo estamos sobreviviendo, haciendo lo que podemos con lo que tenemos. Y en ese “hacer lo que se puede”, a veces nos descuidamos tanto que solo una caída fuerte nos hace mirar el panorama completo.
¿Te tiene que pasar algo así para cambiar? No. Pero a veces esa es la única forma en la que el cuerpo y la mente logran interrumpir tu rutina para decirte: basta.
No esperes a que sea tu cuerpo el que decida por ti. No necesitas colapsar para tener una razón válida para empezar de nuevo.
A veces una mala noche no es el final. Es la puerta de salida del lugar donde ya no debías estar.
Empieza por prestarle atención. Comienza ahora.